Y después… el silencio

Epilogo de «El sonido del silencio»

Pasaron 3 días para que la encontraran. Nada más… una estrella se apagó. ¿Cómo se enteraron del entierro? No vale la pena indagar. Un ataúd ahora encerraba lo que alguna vez fue una vibrante y hermosa joven. Al lado un gran retrato de mejores épocas le hacía poca justicia a la persona que fue.

Asistió la familia, los amigos, personas queridas, el taxista y ese joven que nunca se atrevió a dirigirle la palabra. Este último fue el que más resintió la pérdida. No lloraba, después de todo no la conocía, sin embargo el dolor en su pecho era muy real. Observó a las otras personas, de todos los asistentes sólo reconoció al taxista. Junto con él era el único que no lloraba.

Todos los demás… ¿Por qué chingados lloran? No puede ser porque les importara. ¿Dónde estaban cuando ella vivía? ¿Por qué la dejaron morir sola? ¿Qué hubiera necesitado para evitar que se matara? ¿Qué hubieran hecho por salvarla? Si era amiga, hermana, hija, compañera ¿Por qué la abandonaron?

Sus lágrimas lo llenaban de rabia. ¿De qué les servía llorarla ahora? Sólo lo hacen por estar bien con ellos mismos. Dieron por hecho que ella estaba bien, que si necesitaba algo los buscaría… ingenuos, no se dieron cuenta que su silencio eran gritos de auxilio.

Él sí se dio cuenta. Cuando ella ya no fue al mirador, movido por sus propias emociones dio con el taxista. Él fue el que le dio la noticia. El taxista fue el que vio a la policía sacar el cuerpo. Él fue el que contestó una pregunta que el joven nunca logró formular “Murió”

Ahora ya no queda nada. En su pecho se quedaron los deseos de hablarle, de conocerla, de que ella lo conociera. El hubiera no existe, sólo queda la decisión que él tomó de no hablarle. Es lo único que tenemos… el presente. Todo lo demás sólo existe en nuestra imaginación. Nada más, no existe nada más que el eco de nuestros propios pensamientos y lo que hagamos con ellos. En su presente ya no hay un inicio, sólo existe el epílogo. Nada. Sólo silencio.

«A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd.»

Alphonse de Lamartine

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