En la plaza de Santo Domingo

La puerta de la carreta se abre, una mano arranca el saco que me cubre la cabeza y dos hombres encapuchados me sujetan por los brazos, arrastrándome hacia afuera. La luz de la plaza es cegadora. Mis ojos, acostumbrados a largos días en la sombra, se sienten como si estuvieran en llamas. Al principio no puedo ver nada, pero el clamor y el bullicio me hacen saber que hay una nutrida muchedumbre reunida.

Llega otro hombre ataviado en hábitos dominicanos y me entrega un cirio y un rosario. Mis manos rotas no pueden sostenerlos. El hombre, como si lo supiera de antemano, ata el cirio con un cordón a mis muñecas y enreda suavemente el rosario, besando la cruz y santiguándose. Su destreza deja en claro que ha repetido la misma operación innumerables veces. Por un instante miro su rostro. Su semblante es una máscara de piedad y compasión similar a la de las efigies de los santos en las iglesias. Su gesto, en su dramática perfección, deja igualmente claro que ha sido meticulosamente estudiado y es el resultado de largas horas de práctica ante el espejo.

Me provoca cierta sorpresa darme cuenta de que, aún en mi circunstancia, sigo siendo capaz de observar y de pensar. Todo mi cuerpo es un amasijo de dolor. Tengo varios huesos rotos, la ropa que me cubre me asfixia y la áspera tela hace arder mi piel lacerada. El peso de las cadenas y grilletes es tal que si no fuera por los hombres que me flanquean seguramente me desplomaría. ¡Qué lejos están los días en los que habría podido aplastarlos usando sólo mis manos!

Y sin embargo, mis piernas se mueven como si tuvieran voluntad propia, siguiendo el paso por la plaza ardiente. Todo es confuso y extraño, irreal como un sueño. El mundo gira alrededor de mí como un torbellino de voces, campanas, luz cegadora y rugidos de tambores. Sólo el dolor me recuerda que mi conciencia sigue atada a mi cuerpo.

La gente grita insultos y me arroja toda clase de inmundicias. Un niño se acerca y me escupe en la cara. Ya nada me importa. No es sólo que no tenga fuerzas para defenderme. Soy, simplemente, indiferente a la humillación. El cautiverio y el tormento rompieron mucho más que mi cuerpo; también mi espíritu está hecho añicos.

Los hombres detienen la marcha. En la plaza se ha instalado una larga mesa, a la que están sentados varios dominicos, algunos con gesto adusto y grave, otros con la misma máscara de piedad que presencié momentos antes. Al centro de la mesa resalta una figura, vestida de púrpura y portando ricas joyas. El hombre se pone de pie, y el ruido cesa inmediatamente.

El gran inquisidor comienza a hablar, pero mi mente aturdida y la sangre agolpada en mi cabeza me impiden entender sus palabras. Aún así puedo notar que su voz tersa y suave tiene un dejo de crueldad, haciendo un juego perfecto con su rostro. A primera vista parece afable y bondadoso, sin embargo, observado con detenimiento, sus ojos azules son duros y glaciales, como los de quien ha contemplado demasiadas muertes. Como los míos… Esa frialdad en su mirada y en su acento me dice mucho más que sus palabras.

Alcanzo a discernir mi nombre, o al menos el nombre de quien alguna vez fui, antes de convertirme en el despojo que soy. También escucho parte de su discurso, algo relacionado con un acto de crueldad excesiva. Incluso en mi estado, no soy indiferente a la ironía: se me juzga por matar a un indio, mi esclavo y mi propiedad según la ley, cuando años atrás, al servicio de Sus Majestades, los masacraba por docenas.

Contemplo una cruz de plata que adorna el centro de la mesa y la llama del cirio que sostengo. Llega a mi mente rota un último momento de claridad, una última epifanía. Por primera vez comprendo en toda su magnitud la fe de esta tierra que conquistamos, una fe de metal y fuego. La cruz tiene la misma forma que las espadas con que dimos muerte a tantos indios. Paganos, salvajes, bestias sin alma, les llamábamos. Idólatras sanguinarios que sacrificaban humanos. ¡Qué parecidos encuentro ahora a indios y cristianos!

El inquisidor termina de dictar su sentencia, y los guardias me conducen al cadalso. No siento miedo: estoy aturdido, completamente vacío por dentro y demasiado cansado y adolorido. Por el contrario, una vez más me sorprendo de las cosas que pasan por la mente de alguien que está apunto de morir. La estaca se alza como un monumento a la ironía final: la fe por la que luché y maté es la misma que habrá de darme muerte. La llama del cirio en mis manos es un preámbulo de mi destino.

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